Por las calles de Valparaíso

(Poemas pertenecientes a un libro inédito de pronta aparición)


1. Último hogar

El último hogar los calcetines rotos,
el techo de calaminas, las goteras,
el olor a muerto en el subterráneo,
y la Virgen del Carmen velando
con su mirada pura por nosotros.

El último hogar mamá en la cocina,
los perros ladrando en el vecindario,
los gitanos, el pan candeal, la abuela,
el brasero en invierno rodeado
de zapatos húmedos y rostros
arrancados del sueño o de la niebla.

En lo alto de Valparaíso la casa
infiltrada por el viento y por fantasmas
regresando de noche a sus habitaciones
con un murmullo de filial congoja,
sentados a los pies de mi cama.

Desde allí un día cualquiera mis pasos
cuando mamá rezando, y mi abuela
a la ventana mirándome alejarme,
gritando con sus quebrados fonemas.

Desde allí, desde las tablas crujientes,
desde las arañas en los rincones,
y la escalera de gradas gastadas
por la cual nuestros pies cada día
entrando y saliendo del alto misterio.

Adiós madre, adiós tristes hermanos,
adiós goteras de música pluvial,
adiós tú, cuarto, donde la Nelly
se bajó el calzón, arrebolando
mis mejillas de varón inicial.

El último hogar las sopaipillas fritas,
las sábanas zurcidas, la abuela
llamándome desde la ventana,
y madre hundida en la desesperación.

 

 

12. Casona

La próxima estación la vertiente,
la próxima estación el lodazal,
cuando los pies del infante camino
a la escuela, pisando la greda,
haciendo prodigios de equilibrio.

Una casa de adobes y madera,
una casona de espacios sombríos
en laberínticas habitaciones,
esperó a por nosotros, erguida
en mitad del dominio del viento,
callada y llena de secretas voces,
adusta en las intersecciones
del pródigo baluarte del misterio.

Ya no recuerdo cuándo llegamos,
ni cuántos éramos, ni si madre
musitó las fórmulas tribales,
o si la abuela purificó el umbral
con agua bendita o con incienso,
antes de entrar y tomar posesión
de los espacios esperándonos
llenos de habitantes invisibles,
clandestinos por línea paterna.

En esa atmósfera turbada
por voces, susurros y quejidos
dormí mi sueño sobresaltado,
y desperté prorrumpiendo gritos
cuando una boca de fríos labios
depositó sobre mi frente un beso,
o una mujer vestida de negro
jalaba de mí hacia su lecho
en el sótano borrascoso.

Extrañas pesadillas se adueñaron
de mi mente febril, y de noche
aparecían los emisarios
con los inextricables mensajes
de parientes o de antepasados
alojados en mi subconciencia.

Por la calle Robinson Crusoe
transitaba el viento de los cerros
con su soplo de pulmón oceánico,
y mi cuarto de madera, en lo alto,
se conmovía ante el enorme empuje,
y gemían las tablas, manteniendo
en vela mis asustados ojos.

¿Quiénes venían, viento nocturno,
quiénes venían, de noche, contigo,
y remecían mi lecho, trayendo
extraños mensajes indescifrables?

Y cuando el médico habló conmigo
y tradujo mis sueños a su idioma
interponiéndoles su conjuro,
salió llorando mamá del hospital,
y en casa me apretó a su pecho
acariciando mi cabeza enferma.

Noche tras noche volvían las ánimas,
y ni las hierbas ni las prácticas
ancestrales de la matriarca,
lograron arrancar de cuajo
las extrañas visiones del infante.

Adusta casona enclavada
en medio del tránsito del viento,
¿qué maleficios o qué fantasmas,
qué espíritus torvos te habitaban,
y se adueñaron de mi conciencia
transfiriéndome su febrecía,
haciéndome suyo para siempre?

 

 

 

16. Circo

Cuando llegó el circo a La Campana,
e hinchó su enorme carpa en el viento
sostenida por dos altos mástiles,
en cuyo interior el entramado
de horizontales tablas ofrecía
un sitio de honor para las nalgas,

cuando llegó el circo a La Campana
salieron de sus escondrijos
los díscolos y audaces arrapiezos
con la cara sucia y la honda colgando,
eufóricos en la algarabía
como una turba de apaches gritando.

Ya salen a la pista los payasos,
ya fascinan los malabaristas
al público con sus prodigios,
ya ejecutan el salto mortal
en el sumo silencio los gimnastas,
ya vuelan ligeros por el aire
como primates los trapecistas,
ya danza como una ballerina
la equilibrista en la cuerda floja.

Baila, rubia semidesnuda,
tu electrizante danza erótica,
cimbra enloquecedora tus caderas,
encabrita tus abultados senos,
y mueve el culo en un ritmo febril
atragantándonos de regocijo.

Y ahora silencio, que Campuzano
saldrá al centro de la pista, a saltitos,
y anunciará, con su voz de eunuco,
señoras y señores el final
del espectáculo de esta tarde.

¡Esperad!, ¡no desarméis la carpa!,
¡no desamarréis el entablado!,
¡no desmanteléis la cuerda floja!,
¡no os vayáis!, ¡no me dejéis solo
abandonado en aquella infancia!

 

 

21. En el año sesenta y dos

En aquel año fue el mundial de fútbol
y la gran exposición de Playa Ancha,
yo cumplí los trece, y mis hermanos
llegaban al mundo dispersos
por la panoplia del zodíaco.

En la Blas Cuevas el señor Núñez
nos hacía recitar a Eusebio Lillo,
desfilamos frente a Arturo Prat
en un caótico paso de gnomos,
y Ricardo destruyó a palos
el esqueleto del laboratorio.

Yo iba a la galería del Victoria
a admirar las proezas de Hércules,
o de Maciste contra los bárbaros,
y volvía a casa empapado
hasta los huesos bajo el aguacero.

En calle Plutarco se incendió la imprenta,
el Tuerto Carmona subió los precios
del pan en su panadería,
el tío Adolfo volvió a casarse,
los temporales causaron derrumbes
y un par de muertos en algunos cerros,
y en el almacén El Ladrillo
pillaron a uno metiendo la mano.

Yo cumplí los trece, y no sabía
lo que era el ojo de la papa,
en tanto que mi hermano, el rubio,
se las sabía todas de memoria
y hacía alarde frente a mis ojos.

Era en el cerro Toro, en el año
de mis primeros pendejitos,
cuando yo le echaba el ojo a la Nelly
y todavía no sabía hacerlo.

 

 


32. ¡Llegaron los gringos!

Durante los años sesenta,
recorrían las flotas de guerra
de la marina americana
las costas del Pacífico Sur,
y recalaban en Valparaíso
sus amenazadores buques
armados hasta los dientes,
erizados de hostilidades.

Un día llegó la gran flota
con la superfortaleza Ranger,
el más poderoso portaviones
que haya nunca surcado las aguas,
y echando anclas en mar abierto,
se ofrecía ante nuestros ojos
de mínimos mortales de los cerros
como una nave de otro mundo.

De otro mundo también era el habla
que difundían los marineros
con sus llamativas tenidas
por las arterias del viejo Pancho,
exhibiendo en torno a la gorra
la marca de origen del producto:
Navy of the United States of America.

La pandilla reunió a sus guerreros,
y en sesión secreta se delinearon
los lineamientos de la estrategia:
reconocimiento del terreno,
aproximación al objetivo,
tanteo de sus debilidades.

Desde la Plazuela San Francisco
salieron en dos unidades
por Severín y Clave los barrabases,
y al llegar a la Plaza Echaurren
avistaron al primer espécimen:
casi un metro noventa de alto,
esbelto, erguido, bien formado,
impecable pantalón azul,
cigarrillos en la tetilla izquierda,
y la típica goma de mascar.

En los hoteles de Cochranne,
o de Bustamante, cercano a Aduana,
deambulaban los visitantes
acosados por prostitutas,
por los chicos de los dedos largos,
y por un mar de pordioseros.

Nosotros éramos los gamberros,
nosotros, aspirantes a granujas,
y en un rápido aprendizaje
nos apropiamos de un par de términos,
y mascullábamos el idioma
de los parloteros, gritones gringos.

Empezamos a fumar Lucki Stricke,
Pallmall, Chesterfield, Malboro,
masticábamos chiclet aromado,
y los primeros billetes verdes
nos hacieron abrir los ojos
y sentirnos, de pronto, potentados,
mientras los pacos nos perseguían
a golpe de luma en las nalgas.

Eran nuestros mejores años,
era el esplendor de la aventura,
y regresamos a la Plazuela
echando humo por boca y narices,
pavonéandonos con los dólares
frente a los pobres mentecatos.

Fue el año en que llegó al Puerto el Ranger,
el año de los gringos bulliciosos,
cuando en los cerros de Valparaíso
miles de ojos se abrían, asombrados.

 

 

 

40. Elecciones

Paralelamente a las aventuras
y desventuras de la pandilla,
y sin que nos diéramos cuenta
o tomáramos noticia de ello,
hervía en Chile la lucha electoral,
y los partidos se daban mordiscos
disputándose el liderazgo
y la gran torta de los cargos públicos.

En casa se había sido de derechas,
se había pertenecido al bando
de la alianza liberal-conservadora,
y en el año cincuenta y ocho
se había votado por Alessandri,
y para las Parlamentarias
fundó mi padrastro un comité
de apoyo a Juan Milesi, a Eluchans
y a otros fósiles reaccionarios.

Pero luego emergió Eduardo Frei

con su Falange democristiana,
salida del tronco conservador,
y sea que ya la familia
había descendido socialmente,
o que quería sumarse al ejemplo
de la parentela tornadiza,
o sinceramente se sentía
identificada con la doctrina,

lo cierto es que en el sesenta y cuatro
mi padrastro estableció en casa
un comité de apoyo a Eduardo Frei,
con altoparlantes en el techo,
entrando en conflicto, por consiguiente,
con aquellos vecinos rectilíneos
que se habían quedado con la Alianza,
o que no se habían percatado
del nuevo espíritu de los tiempos,
como solía, entonces, decirse.

En nuestro vecindario de empleados,
funcionarios, marinos mercantes,
carabineros y otras raleas,
tomó cuerpo la candidatura
del candidato de la nariz larga,
sin que ello, claro, significara,
que la Alianza le fuera a la zaga,
o que los populares no sacaran
la voz, y erigieran sendas cruces
iluminadas sobre los techos
con el logotipo: Viva Allende.

Era una lucha desaforada
por quitarle el poder a la reacción,
o por aplastar al comunismo,
en momentos que el mundo temblaba
al borde de la guerra atómica,
con la crisis de los cohetes, en Cuba,
el muro de la vergüenza de Berlín,
y el fantasma de la guerra de Vietnam.

Nosotros no teníamos ni idea,
nosotros nos burlábamos tanto
de los unos como de los otros,
y cuando el profesor Anabalón
ponderó las virtudes de Allende,
del médico al servicio de los pobres,
yo pensaba, más bien, en mi polluela,
en la hija de la Clara Romero.

La política siguió su curso,
Eduardo Frei ganó más que por nariz,
el tío Adolfo consiguió un buen puesto,
y nosotros en las Cachás Grandes,
nosotros huyendo de los pacos,
nosotros con nuestras proezas,
aprendices de truhanes y gamberros,
indiferentes a la gran sensación.

 

 

46. Potros metálicos

Por el ascensor Artillería
sube y baja mi asombro lúdico,
suben y bajan mis mocedades,
mis aventuras dentro de un juguete
de metal chirriante subiendo
y bajando entre el cielo y la tierra.

Subiré también por el Perdices
y por el del Santo Domingo,
me encumbraré por el Mariposas,
por el del Barón y el del Florida,
por el tembloroso del Peral,
el panorámico del Turri
y el subterráneo del Polanco.

¿Cuántos ascensores, Valparaíso,
cuántos juguetes mecánicos
te atornillaron a tus laderas
para que jugáramos con ellos,
para encumbrarnos como cometas,
y descender a caballo del viento?

Por el largo ascensor Serrano
quiero elevarme hasta el Cordillera,
y por el del cerro Monjas
volver a mi primera infancia,
reconocerme en su sube y baja.

Dejadme subir al Tomás Ramos,
o subir temblando el Bustamante,
y montado en el del Villaseca
alcanzar nuevamente el cine Iris.

¿Tiene ascensor el cerro La Virgen,
por qué no lo tiene el cerro Toro,
y cómo se sube al San Juan de Dios,
y adónde lleva el Espíritu Santo?

Sé que hay uno muerto en calle Cumming,
y otros enfermos cuyos músculos
se gastaron de tanto izar al viento
a la chiquillada de los cerros,
a los jinetes del caballo de metal.

Cuando regrese a Valparaíso
me buscaré por sus tortuosas calles,
me buscaré en Plazuela San Francisco,
me buscaré por sus escaleras.

Y me encontraré en sus ascensores,
arrancaré de cada uno de ellos
un trozo de mi perdida infancia,
un trozo de mi íntima alegría
cabalgando en el metal chirriante
de los potros metálicos del viento.