Canciones de Otoño (1993)

Aquellos días

Desde el interior de los años
que el tiempo arrolló, transcurriendo,
desde el interior del ser
adonde las cosas huyen
y esperan como fieras, agazapadas,
el momento del salto,
que se abra la ventana de brumas
donde la luz y la sombra forcejean,

desde lo incierto, entonces,
desde la realidad parecida al sueño,
o, mejor, desde los días
que tal vez no fueron,
desde aquello que fue y no existió,
aleteando con su voluntad enferma…

Es otoño otra vez, es cierto,
se escucha por doquier
el rumor de la muerte caer de las ramas,
tocar a la puerta de los hospicios,
olfatear en la sala de urgencia
de los hospitales,
aproximarse a los sueños enfermos,
desdibujarse en la niebla su leve silueta.

Y sin embargo no es eso.
No es que las hojas, no es
que el cielo espolvoree su ceniza,
no es que adentro un violín
suene su sonido gris, su música mortuoria.

¿Es que nadie entiende?
¿Es que estoy solo
enredado en las hebras de un idioma muerto?
¿Es que aquellos días
que fueron y no fueron
van a la deriva entre la bruma y los sueños?

¿Desde dónde, entonces,
como si hubieran sido,
como si fueran efectivamente
recordados, con forma y movimiento,
con su inequívoco color desdibujado?

Tal vez no viví realmente entonces,
tal vez aquellos días me pertenecieron
sólo indirectamente, gastados,
como adentro del traje de un difunto
en el que habité las horas insuficientemente.

Ahora las cosas que fueron
quieren recordarme, llegan a mí,
abren su ocurrida existencia ante mis ojos,
me enseñan sus raídos contornos
que quiero reconocer (o no quiero),
y mi afán desfallece
tactando infructuosamente las siluetas.

Es otoño, es cierto, las hojas
se me pegan a la piel y gritan,
me caen al sueño donde naufragamos,
jalan de mí como si fuera una de ellas.

Y sin embargo no es eso:
a la deriva en el tiempo
días llenos de fantasmales figuras,
días con sonidos huyendo, huyendo,
días donde dejé de ser, donde mi vida
cruzó ciega o durmió, llena de espanto.


Ahora que cae la lluvia

Ahora que cae la lluvia,
ahora que otra vez el agua canta,
quiero escuchar de ti,
rapsoda otoñal,
joven de niebla y castaños
apareciendo y desapareciendo
entre las mudas figuras
de mayo vegetal, en la floresta,

quiero oir de ti
la tempestad de besos sin rumbo,
el océano de sueños
donde tu náufrago corazón
vagó, llamó, tendió los brazos,
pobló de gritos la noche implacable.

Dime ahora su nombre
que las hojas muriendo escucharon,
repite sus sílabas candentes
emergiendo de tu voz estremecida,
canta otra vez tu agónica endecha,
tu rapsodia por negros pájaros picoteada.

(Regresa también en otoño
su figura que la niebla desdibuja,
sus ojos se abren en el sueño
como una flor de acérrimos perfumes
cuyos pétalos caen al agua, temblando).

Más acerba que los sueños,
más radical que el olvido
es la llaga del amor
que atraviesa el corazón y el tiempo.

Al elixir de unos labios,
al aroma de una piel de eximio polen
cae la sed y desata su conjuro,
apaga en delirio su fuego sublime.

Pero de las cenizas
se levanta otra vez la ansiedad,
se yergue la insaciable sed
con un dedo señalando al tiempo:
un cuerpo cuyo temblor vegetal
fue respirado en el bosque, a gritos,
una boca que en la húmeda corteza
se ocultó, desorientando labios.

Y ahora que cae la lluvia,
ahora que las hojas
devuelven su delgada existencia al humus,
regresa también su cabellera obscura,
su voz que se enredó
en el follaje de los sueños.

Por eso, joven rapsoda
que el otoño aplacó en su desgaste,
aciago amante de agónico estro,
dime su nombre que las hojas supieron,
repite sus sílabas indestructibles.


Obscuro sentimiento

Obscuro sentimiento,
misterioso vibrar de alas
sacudiendo su temblor
en lo insondablemente obscuro,
en lo que interrogo de noche
sumido en mí, sin alcanzarme,

dime, ahora que aleteas,
ahora que tu casi imperceptible vuelo
late en mí, en lo inaccesible,
dime qué quiere tu leve reclamo,
tu insistencia de violín enfermo.

¿Muere alguien ahora, di,
muere alguien cuyos huesos,
cuyos cabellos, cuyo perfil acojo?
¿Muere alguien cuyas huellas
llevo en mí irrenunciablemente?

¿O me solloza una novia en brumas,
me lloran sus ojos, di,
oteando al borde del mar iracundo?

Algo viene como un árbol en la niebla,
algo raspa, tenue, al otro lado,
algo como el agua fluye sonando,
y por más que me inclino a los sueños,
por más que atisbo su color furtivo,
recojo sólo un temblor de alas exhaustas,
un crepitar de hojas secas ardiendo.

Obscuro sentimiento, di, ¿quién muere?
¿Quién me llama al otro lado de los mares?


Al abismo del tiempo

Al abismo del tiempo
se inclina el ser
y se contempla con furia y espanto:
aquel cuerpo de sed vegetal,
aquella boca donde los besos
ardían como ascuas repetidamente,
y la cabellera donde el olfato
hundía su ansia de extremo delirio…

Era el amor a muerte,
era la violenta floración, era
el deseo y la furia dementes:
una irrupción de setas insonsolables,
un vendaval de saetas ciegas.

Allí la vida desnuda cantando,
allí el inmóvil ser, el tiempo neutro:
días de urdimbre espesa,
días de criminales sueños,
de noches a la deriva en el tiempo.

A los senos de luz fulgurante,
a la boca de miel invencible,
a la embriaguez de la tibia corteza
descendió el amor entonces
como una tempestad enceguecida.

Ahora el ser rescatado
se inclina al abismo del tiempo
y contempla al náufrago, en las islas:
cuerpos donde la ansiedad ardía,
cuerpos donde el deseo penetró a torrentes,
donde la sed aplacó su galope
y continuó rodando entre los días.

Al abismo del ser
se inclina el náufrago,
¡y estás tan lejos, hermano!


La mar

¿Escuchas un ruido sonar, Claire,
un ruido ascender, quebrarse en espumas,
estallar en el aire poderosamente
y descender como estrellas caídas?

¿Escuchas de noche, tras los cristales,
un crepitar como de nueces rodando,
un como aguas dolorosas y azules
recogiendo y estirando sus lenguas sonoras?

Es la mar que me reclama, esposa,
es mi madre, mi novia o mi amante
que me busca por toda la tierra
con su voz de doncella gimiente.

Es que era obscuro de noche, ¿sabes?
Es que hacía frío entonces, en la ribera,
y sólo el ruido de la mar inmensa,
sólo sus besos sulfúricos tatuándome.

No puedo huir de ella, esposa.
¿No oyes su ruido gemir tras los cristales?
¿No escuchas sus sirenas enloquecidas
atravesar mis sueños con sus cánticos tristes?

Ella con su estampida de espumas ebrias,
ella con sus brazos innumerables rodeándome,
ella en el tiempo desnudo, en la orilla,
la mar con sus aguas dolorosas y azules.