Capitanía del Viento (1994)

VI. Arquitecturas

Capital de los vientos del sur de la tierra,
por tus interminables escaleras
sube la aurora con sus peces muertos cada día,
sube la luz temblorosa del alba
y alumbra tu prodigiosa arquitectura colgante.

Como naves que el viento despeñó de los cerros,
o arrojó el mar de su dominio bravío,
pueblan tu pecho sinuoso enfermos bajeles
que aúllan de espanto cuando las tormentas
te cruzan pulsando tus lúgubres jarcias.

¿Cómo, qué manos sortílegas, madre,
qué dedos mágicos por tus laderas,
por tu escarpado perfil tejiendo, hilando,
amarrando al viento mástil y arboladura,
velamen y espacio indócil atrapado?

De la ruda artesanía de tus hijos nocturnos,
de tus hijos sumergidos en un océano espeso,
de tus hijos que lidiaron con el mar su harina,
de allí techumbre hospitalaria, adobe y barro,
morada equilibrándose en la geografía.

Y día tras día por tus cerros hirsutos
se expandía tu prole litoral multiplicada
apuntando al mar la quilla de sus barcas,
como una gigantesca armada multiforme
emergiendo de la niebla o de los sueños.

Prodigiosa ciudad, de tus techumbres,
de tus altas terrazas innumerables,
de tus ventanas donde el océano suena,
emprenden el vuelo viajes y quimeras,
zarpan largas travesías oceánicas.

Y mientras por tus calles desquiciadas
repite el viento los nombres de tus náufragos,
mientras mar afuera aúllan barcos perdidos,
duerme en el interior de los toscos aposentos
tu prole exhausta mecida en el vaivén del agua.

VII. Se han ido

No hay por tus venas lúgubres, madre,
no hay por tus arterias de piedra lustral
donde millones de pasos muertos se aprietan,
o por tus caóticos conductos ciegos,
por tus agudas callejuelas rotas,

no hay, no hay por tus escaleras truncas,
por esas gradas de lluvia y viento agredidas,
por tu laberíntica red de segmentos
donde temblor, terremoto y tiempo porfían,
no hay, no hay, madre pálida en el alba fría,

no hay por las grietas de tu maderamen,
por los intersticios de tu vientre herido,
ni por tus muros cuajados de estigmas,
ni por tus iglesias donde cientos de años
repiten sus preces con labios asustados,

ni por tus quebradas donde cuelgan maderos,
ni por tus sórdidos conventillos roídos,
ni por tus muelles que la sal carcome,
ni por tus ascensores enmohecidos,
ni por tus cauces que la mar succiona,

no hay, no hay madre unitaria dividida,
ciudad regazo, ciudad guarida,
no hay por tus plazas que tus hijos rotos
pueblan de noche con sus sueños ateridos,
ni por tus viejos mercados clamorosos,

ni por tus playas de habitantes diminutos,
ni por tus cementerios de huesos poblados,
ni por tus acantilados inexpugnables,
ni por tus prostíbulos que el dolor lacera,
ni por toda tu extensión desfigurada,

no hay, madre pálida, no están, se han ido,
no hay y silencio, ya no están y luto,
ya no existen y largas calles vacías,
plazuelas que la madrugada no sustenta,
arquitectura de los cerros en muecas crispada.

X. ¿Quién, si sonidos?

¿Quién azucenas marinas,
quién su penetrante olor
a flores nocturnas dehojándose,
a pétalos de luz estelar en la orilla,
si mis pies nuevamente por tus arterias,
si mi voz rotos nombres por tus esquinas?

¿Quién a mis manos, ciudad, quién tus sortijas,
quién el nimbo de la noche encallada,
quién violentas violetas equinocciales
sacudiendo su polen somnífero en mis párpados,
y el beso voraz de tus pálidas ninfas,
y el ala del sueño de tus nigromantes?

¿Quién si mi voz quebrada restallara,
si desde tus fantasmales calles
rostros que el esfuerzo intenso desdibuja,
rostros como los viajes, quién, madre amada?

¿Quién a tu ceño gris deshojado,
quién a tu orilla nocturna aterida
una ráfaga de idiomas inescrutables,
un cortejo de peces brillantes sonando,
el mar tañendo su vientre sombrío?

¿Quién, ciudad parpadeante, en el sitio
donde trazas de fría orfandad,
donde insistencia de tristes sirenas,
donde sueños temblando, quién, si gritara?

¿Quién, oceánica nodriza, si el agua,
quién si el agua otra vez su sonido,
su plañidera sonata por tus calles,
quién si sus cuerdas la antigua melodía?

¿Quién, madre nocturna, si mis dedos,
si mis manos cóncavas hacia los cielos,
si con todas mis fuerzas, quién, desde el tiempo?

XII. Al agua

Al agua del mar bullente de peces y espumas,
al agua azul de inescrutables misterios,
de don mineral y atributos gestarios,
al agua sal, oxígeno y carbono,
y materia cósmica, y esquirla del rayo,
lucha y vaivén, polémica de truenos,
contienda de planetas irreductibles
que la noche hipnótica con sus antenas,
que rotación, y ángulo, y desplace,,
y pulso de los vientos transoceánicos,

al agua, madre, a tus aguas filiales,
a su patrocinio de entidades insondables
en cuya potestad tus planetarios distritos,
de cuyo bramar tus trastornados sonidos,

al agua undosa, a su vértigo de tromba
sacudiendo, revolviéndose en sí, desatada,
lúdica y ebria y voraz y hechizada,
a su fuga perenne que los peces,
que la luna inalámbrica su tutoría,
dínamo sierpe enrollada y disuelta,
convulsa en un trance de ménade en trance,
furia, escurrir, elevarse y restallo,

al agua que piélagos, que ínsulas boreales,
que el confín de los océanos inmensurables,
al agua que inaccesibles oquedades,
que acantilados recios, que moles polares,
que espuma migrante y sal derramada,

al agua, ciudad, que tu perfil roído,
que tus pies dislocados, que tu vientre sonidos,
que toda tu extensión en su letárgico vaho,
al agua ayer, entonces, hipnotizado,
al agua desnudez, al agua amparo,
al agua en el amor, al agua negros pájaros,
al agua en el exilio, al agua sus brazos,
al agua hasta en el sueño precipitado,
al agua en el morir, al agua, al agua, al agua.

XXII. Abuela

Me miras con tus ojos
que la muerte destituyó de luz,
con tus ojos que atraparon
en su haz de bondad pura
mi pequeña figura de niño.

Era tu muda humanidad, madre,
era tu vida solemne silencio,
y a tu alrededor mis manos ciegas
tactando en ti el tibio plumaje,
la vertiente de luz para la sed obscura.

Por la tarde retumbaba el mar
a lo lejos, desde la ventana,
y tus brazos lo envolvían todo
conjurando sonidos y maleficios,
asidos a mi cuerpo como una membrana.

Nadie como tú sacudió la sombra
hasta extirpar el terror de las cuencas,
y por los quejumbrosos corredores
una mano maternal tradujo ruidos
a la enferma armazón de la madera.

Cuando la vieja ciudad deslumbrante
me atrapó en sus quebrados ligamentos,
iba tu humanidad por las calles
tras mis azarosos pasos, madre,
y sólo el viento sabe el resto.

Sólo el viento de los altos cerros
sabe dónde no pudiste hallarme,
y por qué artificios el mar nigromante
cautivó mis ojos hasta hipnotizarlos.
Sólo el viento sabe tus ojos llorando.

Ahora que duermes bajo la tierra
se abren en mí tus ojos nuevamente
y me envuelven en su haz de luz extinta,
y tu muda humanidad grita mi nombre
por las calles por donde huyen mis pasos.

XXIII. Fauna porteña

Habitantes del anfiteatro sonoro
por donde el viento dispersa sus lenguas
diseminando cifrados secretos marinos,
hijos de los desgreñados cerros
cuya arquitectura de hirsuta prosapia
vacila en el trapecio del pulmón oceánico,

corajudos portuarios de manos callosas,
legendarios centauros de los mares,
lancheros de maroma y marejada,
ascensoristas de pesados malabares,
mariscadores a orillas de la muerte,
vocingleros mercaderes del zapallo,
albañiles de gredosa argamasa,
ferroviarios de pito y estruendo,
pescadores que la mar enamora y atrapa,
ambulantes de tortillas de rescoldo,
seductores managuas de viril linaje,
picasales de rostro salpicado,
afiladores de cuchillos trashumantes,
canillitas de estridente grito,
amasadores de albina apostura,
hojalateros cauterizando derrames,
prodigiosos especímenes circenses,
vendedores de mote con huesillo,
sagaces matuteros de la orilla,
conductores de serpenteante estilo,
barrenderos de retorcidos conductos,
recolectores de huesos y botellas,
huasos urbanos de Quebrada Verde,
milicos de socarrona labia,
pelusitas de sueño estremecido,

estibador sonoro y bochinchero,
costureras enhebrando sueños,
bodegueros borrachos como cuba,
alquimistas de chicha y floripondio,
carretoneros agitando los mercados,
peluqueros de rápida navaja,
escolares díscolos y cimarreros,
talabarteros domeñando cueros,
chirimoyeros de tinta pasada,
artesanos de caóticos talleres,
organilleros de pegajosas notas,
zapateros de aguda lezna,
aduaneros agobiados de bultos,
traficantes de perfumes silvestres,
barquilleros navegando en Plaza Echaurren,
turroneros de empalagosos dedos,
sufridos cargadores de la feria,
profesores de pizarrón garabateado,
jornaleros de jornal exiguo,
tripulación sórdida de la noche,

pobladores de las altas galerías
donde el mar estentóreo retumba
y desgrana sus ruidos crepitantes,

sabed que sal y escamas y arcilla,
sabed que volantín y trompo y rayuela,
que chillido de acrobática gaviota,
y onduladas aguas galopantes,
y recodo de empedrados viaductos,
y ruidos desgarrados de la lluvia,
y sopaipillas pasadas, y cazuela,
y pastel de choclo, y sopa marinera,
y la voz del mar dondequiera que vaya,
dondequiera que mis pasos resuenen,
dondequiiera que la luz me deslumbre.

XXV. Dinastías

El hombre inefable entidad cuyo destino
azar y error, traspié del acto irresoluto,
demente reincidencia en el mismo extravío,
como si la luz en él precipicios,
lóbrega caverna donde solo y a ciegas.

En el tiempo su ser ciego tentativas,
en el tiempo aferrado a las cosas,
insistiendo en su incierta permanencia,
conjurando con ritos de uso y costumbre
el invisible desgaste de cada día.

En el corazón de la ciudad del viento
hay un solar con malheridas ruinas:
carcomidas vigas, roturados cristales,
enmohecidos caños, herrumbre incierta,
calaminas retorcidas en grotescas muecas,
adobes que la lluvia ha ido desvirtuando,
maderas sin filiación, anónimo escombro.

Aquí donde polvo y desolación, aquí
donde vendaval de ruina y desgaste,
aquí donde yermo suelo castigado,
donde olor de putrefactos residuos,
aquí que testimonio de ardua intemperie,
aquí muros y armazón, espacio atrapado,
aquí costumbres y sueños y desvaríos.

Tal vez vinieron por las rutas del océano
con sus ancestrales bártulos imantados,
y anidaron en el ombligo del viento
derramando polvo de ultramar sobre el suelo,
purificando la tierra con mágicos ritos.

Tal vez cayeron de remotas estrellas
dotando de cósmicos misterios este sitio,
o los aventó el céfiro de los montes,
o emergieron del mar estrepitoso
con su séquito de ruidos inconsolables.

Yo no recuerdo sino gravedad y silencio,
la procesión de seres mudos por los pasillos,
los lúgubres quejidos de las enfermas maderas,
la lluvia durando interminablemente
y el ulular del viento por los intersticios.

Alguien había desconectado el aire,
y las humedecidas paredes,
las desvencijadas tablas del piso,
el polvo milenario de las alacenas,
impregnaron de su vejez el espacio
hasta enrarecer la atmósfera de sedimentos.

Por las escaleras trepaban o descendían
cavilosos fantasmas de solemne paso,
y en los cuartos donde utensilios enfermos
o bártulos de insondable identidad dormían,
latía aún la vehemente presencia
de los antepasados desaparecidos.

La vetusta casona se erguía en el viento
interceptando los mensajes del mar airado,
y a través de los cristales desleídos
precipitaban las olas sus ruidos,
mientras diminutos seres clandestinos
corrían por el entretecho, o cuchicheaban,
o golpeaban las ollas con sus nudillos.

La vieja abuela de mágica estirpe
iba por la casa con sus ritos expiatorios,
y a su paso asustados espíritus, ánimas,
inveterados fantasmas pululantes
caían bajo el conjuro de sus alquimias.

En el diario trajín por el laberinto
se enredaron los pies entre sótano y buhardilla,
entre desván caliginoso de arañas
y lóbrega bodega de yertas maderas,
de modo que mi vida se impregnó de un tiempo
cuajado de inescrutables ceremonias,
lleno de obscuras fórmulas y sortilegios.

Piano y victrola, polvorientos libros,
destartalada rueca adormecida,
fotografías de seres extraterrestres,
cartas que manos trémulas redactaron,
descoloridos muebles transcurriendo,
hierbas contra maléficas enfermedades,
¿cuándo cedió el patrocinio del tiempo,
dónde están vuestras heridas entidades?

El roce del invisible transcurso
gastó vuestra extremada resistencia,
y lo que fue fundación de recios pioneros,
aquello que arrostró terremotos y hechizos,
cayó también a la garganta del tiempo.

Ahora contemplo el solar cicatrizado,
veo el resumen oprobioso de una historia
hecha de férrea voluntad y resistencia,
y es como si los muertos hubieran capitulado.

Porque la vieja casa elevó su apostura
sobre cráneos y húmeros empecinados,
y mantuvo su entidad hasta que los huesos,
hasta que fantasmas y espíritus filiales,
hasta que los manes tutelares claudicaron.

Y esta historia es la historia del Puerto,
la historia de los cerros deponiendo
su esplendor de patriarcales dinastías,
la historia que lame y lame el viento.

Y algún día, cuando volváis de los viajes,
cuando retornéis a las calles de abrupto trazado,
ya no estarán los grandes navíos terrestres,
ya no hallaréis el ancestral maderamen.

Porque entre el clamor de la mar iracunda
y el eólico soplido castigando,
entre lluvia, granizo y terremotos
se va cumpliendo el destino de los hombres,
y esta es la historia del gran Valparaíso.

XXVI. Naufragios

De noche caen al mar las vidas
de los habitantes apretados a los cerros,
y luchan allí su espuma, su sal corrosiva,
desperezan su naufragio circundante
gritando en el desvarío de la marejada.

Mar océano, tus súbditos nocturnos,
la población de seres hipnotizados
que giran sin rumbo en tu efervescencia,
tus extraviados hijos de la orilla
se prosternan y aúllan de obediencia
en tu catedral de cristal azul desatado.

Por tu espuma envolvente vagan sus vidas
arrastradas sin fin sueño adentro,
y desde inaccesibles islas negras
envían señales los nautas perdidos
haciendo sonar caracolas marinas.

Piélago tumultuoso, profunfa madre
a suyo seno salobre mariscadores,
navegantes de tormentosa derrota,
pescadores de atávico destino caen,

devuélvenos tu sangriento botín de guerra,
devuélvenos tus arrebatadas presas,
el tributo de sangre que tus súbditos
reclaman revolviéndose en su propio naufragio.

Porque de noche descendemos a ti temblando,
de noche es la dimensión del extravío,
y en la red salobre de tu omnipotencia
sacuden nuestros gritos tu demencial navío.

Mar océano, tus súbditos nocturnos,
los que descienden de noche a tu templo iracundo
y desvarían columbrando islas,
prosternan ante ti su febril obediencia
y te arrojan los nombres de sus seres muertos.